Los que hayan nacido a partir de los años 60 del pasado siglo recordarán como en los barrios y en el centro de Pamplona, muy cerca de casa, teníamos las tiendas de ultramarinos, también llamadas en épocas anteriores «Coloniales», pues de allí, de las «colonias», «allende los mares» venían algunos de los productos que se vendían en estos establecimientos. En mi caso recuerdo la tienda de ultramarinos de las Hermanas Amezqueta, en la avenida de Marcelo Celayeta, que vemos en la foto adjunta que encabeza esta entrada, poco antes de su derribo en 1996. ¿Cuando la abrieron?. No lo recuerdo, solo sé que cuando era niño ya estaban las hermanas Amezqueta a cargo de la tienda: eran cuatro hermanas si bien yo recuerdo sobre todo a dos de ellas: la Chunchi y la Maribel.
Pues bien, si traigo a colación este recuerdo es porque creo que muchas personas de mi edad,- ¡cambien, por favor, el nombre de la tienda!-, recordarán las imagenes, olores y sabores que voy a rescatar de entre las brumas de aquellos tiempos pasados. Los viejos ultramarinos eran, por lo general lugares frescos y sombríos, en los que solía haber casi siempre un gato remoloneando por allí, en los que había muchas estanterías y un largo mostrador y en los que se mezclaban una sinfonía de olores, colores y sabores: las grandes latas de atún en escabeche, la caja redonda de madera, -como la que vemos en la foto de la derecha-, en la que aparecían perfectamente ordenados los arenques con sus vientres dorados, algunos encurtidos metidos en unos frascos anchos como cebolletas y pepinillos, las cajas de fruta y verduras, que en el caso de las Amezqueta estaban colocadas al inicio de la tienda (y que procedían, en muchos casos, de la huerta que tenían al final de la carretera de San Jorge).
En aquellos establecimientos se vendía practicamente de todo: el pan (me acuerdo de los grandes cestos de pan que dejaban, en su reparto, el panadero a las tiendas), la leche (recuerdo las bolsas de leche de Kaiku y Copeleche, con fábrica en la Rochapea), todo tipo de conservas perfectamente alineadas en los estantes como las que vemos en la foto, bebidas (alcohólicas y refrescos), quesos y productos de charcutería (chorizos, fiambres, sobre todo jamón de york), me acuerdo de la máquina cortadora cortando estos productos, de las cajas de pastas y dulces que llegaban de vez en cuando, generalmente magdalenas, palmeras y españoletas, toda una tentación para los más chicos, los productos de limpieza, sobre todo las lejías, que se encontraban casi a ras del suelo, bien apartadas de los productos de alimentación, y como no, aquella vieja e inconfundible balanza mecánica que presidía los mostradores de este tipo de tiendas, tal y como la que vemos en la fotografía. También me suelo acordar de aquella típica coletilla que dirigía la dependienta a mi madre cuando hacía la compra: ¡¿Más?!, que nunca supe si era una pregunta o algún tipo de afirmación imperativa.
Durante muchos años a estas tiendas acudían la mayor parte de los vecinos del barrio para hacer la compra diaria. No había entonces ni super ni hipers. Llegaba la clienta y hacía cola hasta esperar su turno y de paso, la clientela, se ponía al día. Y es que en los barrios hacíamos vida de pueblo, no como ahora que casi nadie conoce nada sobre nadie, ni siquiera en tu propio portal. Nos hemos convertido en una sociedad mucho más individualista. Muchos de aquellos pequeños establecimientos, bastantes de ellos nacidos en los años 50, se fueron uniendo para resistir el embate de los super e hipers: primero en la Cooperativa San Miguel Excelsis, que luego se agruparía en la, geográficamente más amplia, Secuc y más adelante se integraría en el grupo cordobés Coviran.