Dicen que la infancia es la patria de los hombres. De ahí venimos, y la vida, a veces tan dura y gris, a menudo nos hace perder la inocencia y la capacidad de sorprendernos. Y es que en aquellos tempranos años descubríamos con sorpresa y con la ingenuidad de un niño el mundo que nos rodeaba. De nuevo intento bucear en los recuerdos de aquel niño que hace décadas dejé atrás y me sumerjo en el entrañable recuerdo de mis navidades infantiles. Eran aquellas navidades unas fechas que esperaba con ilusión: llegaban las vacaciones a la escuela a la que hacía muy poco había acudido por primera vez. Hacía frío. Nevaba con frecuencia. ¡Qué grandes nevadas las de aquellos años, cuando salíamos del patio del Ave María a nuestra cercana casa donde estaba encendida la llamada cocina económica!. Parece un lugar común decir que ahora no hay nevadas como las de antes pero es verdad, en aquellos años era habitual que cayera una gran nevada, que cuajara y que en el suelo hubiera durante unos días una capa de 20 o 30 centímetros. En la foto de Nicolás Ardanaz, de principios de los años 60, vemos lo que podía ser una típica estampa navideña de aquellos años, el cruce de Cuatro Vientos nevado, con la Azucarera de Eugui, que se derribaría en 1972, al fondo.
Comenzaban a sonar los villancicos tradicionales en la radio. Recuerdo que mi madre nos cantaba aquellos días un villancico un poco triste que decía: «Madre, a la puerta hay un niño, más hermoso que un sol bello, parece que tiene frio, el pobrecito está en cueros…». En la radio se escuchaba el día 22 el sonsonete del canto de la Lotería de los niños de San Ildefonso que se convertía en el obligado preludio de unos días especiales, de fiesta, donde esperaban unas comidas diferentes, no podía faltar el día de Navidad, el cordero o el besugo y los días señalados los turrones, de jijona, de royo, los mazapanes, el guirlache aunque a mi el que me gustaba era el blando. En aquel entonces el besugo era un pescado al alcance de las economías más modestas y no tenía el precio prohibitivo de hoy en día. Mi madre solía bajar el día de la Lotería cargada de compra de la Plaza (Mercado de Santo Domingo) para la comida y/o cena para esos días.
Las calles del Casco Viejo aparecían engalanadas por recargados arcos navideños, como los que aparecen en la fotografía, de aquellos años, de Zubieta y Retegui, de la calle Chapitela. Los jardines de algunas fábricas del barrio, recuerdo la del Perfil en Frío o la de Ingranasa, se decoraban con motivos navideños: la típica estrella de Navidad o algún belén, incluso llegué a ver, un año, un belén viviente en el patio de las escuelas del Ave María, junto a la sacristía de la iglesia de El Salvador…En la radio durante algunos años se podía escuchar el Festival de Villancicos Nuevos, de fama nacional y que he mencionado en la entrada dedicada a la radio local. Los días señalados, tanto el día de Nochebuena como sobre todo el día de Nochevieja (con las campanadas y las uvas) eran de los pocos días en que se te permitía trasnochar. Comidas y cenas especiales y tras ellas alguna partida de cartas, en familia, a la brisca. Cuando compramos la televisión, ya hacía algunos años que era tradicional la emisión del programa de variedades de fin de año, que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.
Pero si había un día especial, mágico, ese era el día de Reyes. Recuerdo que en la fabrica donde trabajaba mi padre organizaban para los hijos de los trabajadores un emocionante acto de entrega de juguetes a los niños, en la mañana del día de Reyes. En aquellos inocentes años nos decían, sencillamente, que llegaban los Reyes. El día 6, nos levantamos nerviosos, vestidos de domingo, (como se decía entonces) y subíamos en la villavesa hasta el Teatro Gayarre. ¡Qué grande y magnifico me parecía entonces el Teatro! y aquel telón rojo que cubría la pantalla o el techo del teatro con un mural en el que había alguna especie de escena celestial; nos echaban algún documental o una sesión de dibujos animados con Pixie y Dixie y el Gato Jim (¡malditos roedores!) y a su término y tras una espera que parecía infinita, el telón se levantaba y los tres Reyes Magos con sus correspondientes pajes comparecían en el escenario mientras el presentador del acto llamaba por su nombre a los numerosos niños que junto a sus padres llenaban el patio de butacas. Nervioso, acompañado los primeros años por mi madre y luego por mi hermano subía al escenario a recoger los juguetes, uno o dos cada año asi como una bolsa de caramelos, tenías que darle un beso del rey (¿A quien quieres más: al rey o a los juguetes? me preguntaron un año, no hace falta recordar lo que le dije, se lo pueden imaginar) y te sacaban la fotografía de rigor (en blanco y negro) que llenaría las paginas del álbum familiar. Recuerdo que un año la entrega de juguetes se hizo en el Salón Loyola de los Jesuitas pues se acababa de quemar el Gayarre. Fueron, creo, los Reyes de 1969, pues el teatro se quemó en noviembre de 1968.
Hasta donde me llega la memoria recuerdo algunos de aquellos juguetes: la escopeta (de color negro y plateado) que tiraba bolas amarillas de plástico que regalaron a mi hermano, ¡Qué poco le duraban los juguetes, siempre con su insaciable curiosidad por desarmar los juguetes y saber como funcionaban las cosas!, un camión enorme de cabina roja y volquete anaranjado, tan grande que cabía yo dentro y que arrastraba mi hermano, cinco años mayor que yo, con una cuerda, el típico triciclo, un coche eléctrico de color azul claro, un juguete de cuyo nombre no logro acordarme y que constaba de una pista de aterrizaje y un mando con el que se hacia girar un pequeño avión que no debía derribar una alta columna de coloristas cubos de cartón que había sobre la pista a modo de original torre de control.
Si que recuerdo los juguetes del último año de Reyes cuya entrega (me acompañaba mi hermano, ya no mi madre) aparece reflejada en la vieja fotografía familiar adjunta. Sería el 6 de enero de 1971. Tendría entonces siete años y fueron dos los juguetes: el Mago Electrónico y el juego espacial de Congost (muchos juguetes de entonces eran de este fabricante), Lem 200, de los cuales también adjunto algunas fotografías. Al abrir la caja del Mago Electrónico nos encontrábamos con un tablero o mejor dicho varios tableros, con dos circunferencias con múltiples colores y variables temáticas. Una con las preguntas y otra con las respuestas. Recuerdo que girabas el muñeco de plástico que empuñaba una especie de estilete en medio de la circunferencia de la izquierda, señalaba una pregunta y luego la colocabas sobre un espejo en la circunferencia de la derecha, (bajo el cual descubrí había un imán, al igual que en la base del muñeco) y te señalaba la respuesta correcta. El Lem 200 era un juguete que simulaba el encuentro de una nave espacial con su modulo lunar. Eran juguetes sencillos, mecánicos, muy alejados de los sofisticados juguetes que conocerían los niños de décadas posteriores, pero que nos ilusionaban sobremanera en aquel tiempo al menos los primeros días.
Fotos: Foto de Nicolás Ardanaz de Cuatro Vientos (1960), Foto de Zubieta y Retegui (Navidad de 1972)