Estampas de antaño: el viaje de vacaciones al pueblo (1966-71) y (1977-82)
Hace tiempo que no había traído aquí a colación recuerdos personales, muchos de ellos seguramente compartidos con la gente de mi generación, recuerdos que los más jóvenes habrán en parte descubierto con cierta distancia o desapego, por no haberlos vivido, a través de los capítulos de la serie televisiva «Cuentame» o de los libros de gran éxito entre los «baby boomers» de «Yo fuí a la EGB». Son recuerdos de toda una generación, la de los que nacimos entre finales de los 50 y los primeros años 70, si esos precisamente que hace pocos días el ministro de Trabajo decía que debiéramos trabajar, prácticamente sin solución de continuidad, hasta el final de nuestros días, para poder tener derecho a una pensión digna. En esta entrada desempolvaré viejos recuerdos en blanco y negro o en un color un tanto desvaído por el paso del tiempo, y digo que intentaré no repetirme, pues muchos de los añejos recuerdos personales que desgrano ya han aparecido desperdigados por aquí y por allá a lo largo de este blog. Unos recuerdos y unas imágenes que muchos compartirán son la del viaje al pueblo en vacaciones, aquí que cada uno ponga su caso particular.
En mi caso yo recuerdo que solíamos irnos al pueblo de los abuelos en los primeros días de agosto. Yo los vivía con inusitada ilusión por lo que suponían de ruptura con la aburrida cotidianidad. Eran esos días y no otros porque era en esa época cuando a mi padre le daban vacaciones en la fábrica. Eran días de muchos nervios: había que hacer compras de última hora, preparar las maletas y el «día de autos», en el que nos levantábamos prontísimo, acudir pronto a la estación, en lo que mi padre era todo un experto como veremos. El viaje de trescientos kilómetros duraba más de 12 horas y llevábamos comida, generalmente bocadillos de tortilla de patatas con cebolla, para pasar la interminable jornada ferroviaria. Antes de salir de casa hacia la estación mi padre desconectaba los plomos y cerraba la llave de paso del agua. Mi padre tenía, además, la mala costumbre de acudir con muchísima antelación a la estación, y es que se ponía muy nervioso antes de ir de viaje y claro, también nos ponía a los demás. Allí a las ocho menos cuarto cogíamos el ferrobús hasta Alsasua que creo que entonces era de color plateado, tal y como aparece en la foto que encabeza la entrada. En Alsasua esperábamos al menos hora y media hasta la llegada del Iberia Express que venía desde Irún y acababa en Fuentes de Oñoro, antes de su paso a Portugal. Era un larguísimo convoy de una docena de vagones que hacía un viaje bastante largo en tiempo pues paraba en un montón de estaciones. Adjunto una fotografía de este tren junto al párrafo-.
Recuerdo el traqueteo de aquellos trenes, especialmente en aquellas ya obsoletas maquinas de vapor, recuerdo aquellas luminosas y también calurosas jornadas del mes de agosto, azules y despejadas, viendo el paisaje desde el interior del compartimento o desde la ventana del pasillo. De aquellos compartimentos de madera dejo aquí una evocadora fotografía. Son muchas las imágenes que recuerdo desde la salida de Pamplona: la imponente silueta del Monte Beriain como la proa de un gran barco al final de la sierra de San Donato, la Sierra de Aralar, el desfiladero de Pancorbo subiendo a la Meseta, los toros de Osborne en algunos cerros o montículos, los túneles a lo largo del camino. Recuerdo el curioso y variopinto paisanaje que llenaban a aquellos vagones formado por familias como la nuestra, «chortas» de permiso, monjas y algunos jóvenes de ambos sexos de aquellos mediados o finales de los años 60 en sus primeras escapadas viajeras por la geografía nacional. Recuerdo aquellas improvisadas conversaciones que se iniciaban entre desconocidos y que concluían una veces a mitad de camino y otras veces en el destino final: Vitoria, Miranda de Ebro, Burgos, Venta de Baños… En Venta de Baños cogíamos otro tren hasta Palencia, donde terminaba nuestro viaje ferroviario. Aun faltaba coger el autobús de línea de Pose hasta el pueblo, Fuentes de Nava, a donde llegábamos cerca de las ocho de la tarde. Los ladridos de los perros de la casa de los abuelos, a medida que nos acercábamos a ella les alertaban de nuestra llegada. La jornada de viaje había terminado. Son recuerdos que atesoro de mi más tierna infancia, cuando aun vivían todos mis abuelos, paternos y maternos. Posteriormente en la adolescencia y primera juventud volví al pueblo, en los años 1977, 79 y 82, cuando alguno de los abuelos ya había desaparecido. Atrás quedaron las viejas locomotoras de vapor, el Iberia Express. Desde aquellos finales de los 60 el ferrocarril había mejorado progresivamente con la incorporación de los automotores y electrotrenes basculantes hasta los modernos Altaria y Alvia. La última vez que viajé al pueblo fue en el año 1998, hace 23 años. En esta ocasión, mi último viaje al pueblo, al filo del nuevo siglo, apenas nos costó poco más de tres horas.